David de Jorge Eceizabarrena y Hasier Etxeberria lleeron esta ponencia en L'Arribada 2006, el 25 d'ochobre.
H
Señoras y señores,
Acostumbro a iniciar todas mis exposiciones con una afirmación que nadie cree: nací con dos cabezas. Aunque creo que hoy será mejor alterar los hábitos y comenzar preguntando si es que alguien ha leído nuestro libro PORCA MEMORIA, una perla mayor en la literatura gastronómica escrita en español.
— ¿Alguno de ustedes ha leído por casualidad nuestro libro?
— (….)
— No se preocupen, no son los únicos que no lo han leído. Así que vuelvo a la historia de mis dos cabezas.
Lo supe a través de mi tía Carmen, que acostumbraba a decir que todos los niños nacían normales y que era más tarde cuando se hacían anormales del todo, “aunque tú, querido sobrino —solía decir—, eres la excepción, pues tú sí, tú naciste anormal”.
Como comprenderán, lo que decía mi tía era una cosa que me inquietaba de sobremanera, pero no conseguía llevarla más allá. No decía en qué se basaba para decirme la barbaridad que me decía hasta un día en que, en una celebración familiar, me puse a su lado y llené infinitas veces su copa de champagne: “Naciste con dos cabezas. Una es ésta que llevas sobre los hombros, pero tenías otra que te extirparon”.
Si antes estaba apesadumbrado, figúrense ustedes como quedé después de oír lo que había oído. Me dirigí inquieto hacia mi madre, pero ella no recordaba nada. Me dijo que no hiciera caso a mi tía Carmen, que ya sabía cómo se ponía cada vez que sacábamos buen champagne. Claro, todo el mundo sabe que los hijos siempre somos hermosos y listos a los ojos de una madre, y eso será sin duda, lo que hizo borrar de la mente de mi madre aquel sucedido tan desagradable.
Así que acudí adonde el médico Don Valentín, que fue quien asistió en el parto a mi madre: “Pues claro que naciste con dos cabezas, chaval —me dijo—, la segunda te la tuve que quitar yo mismo”. Por lo visto esa segunda cabeza era un bolsa enorme, más grande que la propia cabeza, llena de un líquido sanguinolento.
Y así pasaron los días y los años, hasta que, por fin conseguí publicar un libro de relatos. También en aquella ocasión había champagne y también estaba allí, desgraciadamente, mi tía Carmen. Me dijo: “Querido sobrino, me he enterado que ahora eres escritor. Eso es imposible, pues todo lo bueno que traías te lo quitaron al extirparte aquella otra cabeza. Allí se fue todo lo que de valor había”.
Se pueden figurar mi estado de ánimo, pues además, en ciertos círculos, mi tía Carmen, que era en realidad pescadera, gozaba de crédito como adivina. Desde entonces hasta estos días he escrito una quincena de libros, pero a sabiendas de que no soy capaz, ni puedo serlo, de escribir algo magnífico.
Así que he notado siempre la ausencia de aquella otra cabeza, y aunque he cosechado algún que otro éxito de lectores en el pequeño mundo de la literatura en euskara, sabía que era un hombre y un escritor incompleto hasta que me encontré hace ya muchos años con David de Jorge, este señor que está a mi lado. Claro que junto a su cabeza, también vino su cuerpo, aunque de eso no hablaremos porque es harina de otro costal.
Cuando lo vi tan voraz a la hora de leer y a la hora de comer, tan puesto en lo suyo, concluí que, aunque un poco asilvestrado, era la que él tenía esa segunda cabeza que yo necesitaba, sobre todo a la hora de escribir un libro en mi otra lengua, en castellano, y de tema gastronómico, además.
Y así hicimos una sociedad que se llama BIKOTE, que es como en vascuence se dice a dos personas que se hacen uno, logrando que un escritor como yo se meta a cocinero y que un cocinero como él se meta a escritor. El resultado es PORCA MEMORIA, un libro del que, por lo que dicen, pocos de ustedes han podido gozar hasta el momento.
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En algunas ocasiones había solicitado yo a Etxebe, es decir a Hasier Etxeberria —que es este señor monotestal que está a mi lado—, alguna que otra colaboración para libros que en nuestra editorial Gourmandia publicamos. Le requería, sobre todo, textos formales para introducción a libros de grandes cocineros. Y, efectivamente, yo no sé si por el asunto de su anormalidad o qué, lo que él escribía nunca resultaba ser del todo formal. Así que me dije, aquí hay que hacer algo, y tomé cartas en el asunto en plan Cáritas Diocesana.
Él, me había propuesto escribir juntos un recetario para nosotros mismos, y evitar así esas llamadas que te preguntan cuántos minutos hay que tener en la plancha unas cigalas, o cómo coño se debe asar un cabrito. Hicimos un libro de recetas que se llama A COCINAR, un libro de notable éxito que también se editó, posteriormente en francés y en euskara, por supuesto.
Pero yo quería más.
Siempre había sentido curiosidad por una cita de Martín Amis que Hasier tiene colgando junto a su ordenador. Dice más o menos así:
“Cuando uno está ultimando una novela, está instalado en la realidad de la ficción, no en la de la vida cotidiana. Mientras dura esa preocupación intensa se está ausente de `la vida real´. En casos como el mío, se es un sustituto de padre, un sustituto de marido. Para los escritores la vida no es suficientemente interesante, necesitamos un mundo paralelo. Es triste, lo siento, pero es la verdad. Se lo pueden preguntar a mi mujer”.
Yo quería saborear ese mundo paralelo de los escritores, sentirme arrastrado por la escritura. Etxebe me había hablado alguna vez de “la voz, hay que pillar la voz”, pero yo no tenía ni idea de qué iba eso. Así que lo tentaba una y otra vez con escribir juntos un libro de gastronomía. Y él, tozudo como nadie, se negaba y se negaba.
Urdí una trampa, le invite a comer una y mil veces para hablar de comida y de literatura, pero, sobre todo, le di a leer un libro de otro monstruo llamado Anthony Bourdain, un cocinero neoyorquino que escribe libros de cocina como si de thrillers se trataran. CONFESIONES DE UN CHEF.
Y Etxebe picó, vaya que si picó. Y cómo.
Nada más terminar el libro que yo le había dado, recibí un mail que se titulaba, A QUE NO HAY HUEVOS donde adjuntado venía un primer capítulo de un artefacto que no se sabía muy bien qué era, pues trataba, efectivamente de comida, pero no era algo al uso. Era un texto de memoria, de recuerdo festivo, que atrapaba no sólo gastronomía, sino también trozos propios de la vida.
Y así empezamos, un capítulo él y a continuación yo otro. “La voz, hay que pillar la voz”, me decía una y otra vez, y yo me preguntaba de qué diablos estaba hablando.
En los textos que hoy se escriben de gastronomía, en los que se explayan los críticos que nos han tocado en suerte, no acabo de encontrar aquella música que antaño tenían los escritos de Luján, de la Serna, los hermanos Domingo, Cunqueiro, de la Reynière, Muro, Perucho, Chirbes, Pla, Camba, o tantos otros. ¡Ay! Si pidiéramos hoy a un escritor gastronómico que recordase su bagaje literario: me temo que quedaría reducido a los cuentos de Calleja o a las colecciones del Reader’s Digest.
Así empezaba Curnonsky una crónica de prensa de hace ya muchos años:
“Cuando uno viaja por Francia, quisiera pararse en todas partes. Esta noche sopla el sudeste en las costas bretonas, haciendo chirriar y gemir, bajo mi ventana, el letrero colgado sobre la puerta de mi hostelería. Y como un leve perfume es suficiente para evocar todo un pasado olvidado, ese ruido monótono suscita en mí un tropel de recuerdos, anécdotas y comentarios. Estoy en China y vuelvo a ver los preciosos letreros que se balancean en las calles de Canton, de Fucheu, de Sanghai…”.
Quién pudiera tropezar más a menudo con estas perlas.
El escritor gastronómico de hoy, salvo honrosas excepciones, se dedica a intentar definir la cocina, a desmembrarla, a escribir psycho-sesudos postulados. Lo único que le preocupa es abanderar la modernidad, erigirse en defensor de una u otra tendencia. Enjuiciar el trabajo del prójimo. Sólo importa el “qué” y no el “cómo” contarlo. Vaya plaga.
Les pongo un ejemplo recientemente editado, soso, horrorosamente descriptivo e infumable, peor que el pan de las gasolineras:
“Menú muy potente, de sabores otoñales, que se abre en tres pequeñas tapas: una copa de almendras saladas con tandori masala, sin mayor interés; un lomo de merluza en salazón y escabeche suave, agradable; y el tradicional bocata de calamares, pasable. Sigue un asadillo de berenjena, amanita cesárea y helado de crema agria (la berenjena está bien, pero se come todos los demás sabores y el helado no aporta nada aunque está muy bueno¿?); una royal de gigot de cordero, berros y queso de Cádiz (muy rico); sardinas “a fuego” con olivada y escarola salteada (también excelente); crema de patata con pescado y marisco (estéticamente muy bonito y agradable sin más).
En el segundo bloque, lentejas pardinas guisadas con panceta ibérica y sepioneta (muy bien); paloma torcaz rellena de gamba roja y foie con cremoso de maíz (muy bien pero estropeado por un exceso de vainilla) y guiso de ternera estofada al minuto.
Como prepostre, un helado de membrillo con virutas de queso (estupendo). Y luego nieve de frutos rojos con lichies y flores (decepción); bizcocho de miel y almendras y un crujiente de caramelo, galleta y chocolate (bastante bien).
En resumen (-¿se puede resumir peor?, apunto yo), un menú que con el de verano devuelve a La Broche a sus mejores momentos.
Es imposible decir menos cosas con más palabras.
Pero sigamos explicando cómo fue el mecanismo de escritura de PORCA MEMORIA. En una especie de decálogo que nos hicimos para el buen funcionamiento, rehusamos hablar de lo superfluo. Decidimos contar la verdad que el hecho gastronómico, sea este el que fuera, había dejado en nosotros. Yo como cocinero, y él como escritor y periodista de televisión que había tratado con los más grandes de su tiempo.
Pero aún así, no lo teníamos todo con nosotros, pues siempre hemos sabido que queríamos hacer literatura y que sólo la misma literatura nos podía salvar, no el hecho gastronómico. La famosa voz es lo que debíamos pillar, y vaya que si la pillamos: recuerdo aquel tiempo de escribir como uno de los más intensos de mi vida. Yo le enviaba un capítulo y esperaba inquieto su llamada, él me enviaba a mi el siguiente, y lo mismo. Como dos yonkis.
Por fin pude entender de qué hablaba Martín Amis en su cita, pues en el tiempo que duró la escritura, la vida y los negocios pasaron a constituir una realidad menor, como de segundo plano. Mi vida se jugaba verdaderamente en la escritura de aquel libro, y la voz, la dichosa voz, era lo que en mí mandaba. Es más, todo lo demás me importaba un carajo.
H
Por lo que han oído, no vayan ahora a pensar que somos unos antiguos y que sentimos añoranza de tiempos pasados. Nada de eso, somos unos chicos muy actuales. En nuestras andanzas que describimos, hay referencias al tiempo político, a aquella España de Transición, a la música que oímos, a nuestros escritores y artistas favoritos. Todo sirve para la recreación del contar en ritmo frenético. Se trata de principalmente de un libro de memoria recreada, cuyo ingrediente principal es aquel que rodea al hecho de cocinar y de comer.
La forma es la cuestión, la famosa voz. Es ella la que manda. Hemos escrito en un estado de comunión perfecta, donde David cuenta su experiencia como cocinero y como comilón. Cuenta cómo se vive a lado de los grandes maestros de la cocina y cómo es esa vocación para un oficio tan fatigoso. En algunos capítulos escritos de su mano, ustedes sudarán del calor que dan los fogones y en otros cogerán empachos de suculencias varias. En los míos, más templados, podrán leer cómo son las cosas bajo el prisma de un turista accidental de la gastronomía, un turista supuestamente atento.
Y bien, ¿cuál es el feed-back, la respuesta que nuestro libro ha generado?
Hay que decir, primeramente, que desconocemos las ventas, pues aún no ha transcurrido un año y estamos sin balance, aunque sospechamos que no dará para un chalet. Eso sí, hemos recibido más de una cincuentena de mails elogiosos. En mi caso, como nunca con anteriores libros. Grandes cocineros, los más grandes, nos han llamado para felicitarnos. Incluso uno muy estrellado, nos dijo, “es el mejor libro que he leído en vida”, a lo que respondimos, que será porque ha leído nada o muy poco.
Pero intuimos que no hemos llegado a donde debiéramos. Que los que nos han leído pertenecen básicamente al gremio de la hostelería, por así decirlo. Que los lectores de literatura, no han acudido a nuestro libro, asustados, quizás, por un tema que consideran ajeno. Repito que se equivocan, que nuestro libro es, básicamente, un ejercicio de literatura, si me lo permiten, bastante conseguido.
¿Y la crítica, que es lo que ha dicho? Más o menos ha sucedido lo mismo. La crítica literaria no ha acudido, y la gastronómica tiene un despiste general, de bastante consideración. Su postura podemos dividirla en dos tipos.
La primera de ellas, ejercida por los típicos críticos al uso, más bebilones que comilones, se enfada con nosotros por la poca enjundia del suceso gastronómico que narramos. Por lo visto no consideran acertado hablar de lo que un trozo de pan bueno sugiere. Parece que resulta obligado hablar de minimalismo, deconstrucción o de branquias de erizo bañadas en su propia espuma. Lo que sirve y está en boga, por lo visto, es un listado de exquisiteces dudosas, de esas que atraen snobs como moscas. Claro está que también a estos críticos dolerá ver a dos chichinabos como nosotros, con ínfulas de escritor, metidos a competencia. Todo hay que decirlo. Porque haberlos haylos, críticos que más que escritores frustrados, son críticos frustrados, que diría aquel.
En la segunda vía, tenemos a los críticos que han alabado nuestra famosa voz. La consideran nueva y revulsiva en un panorama desolado, aburguesado y, sobre todo, fatuo. Pero también nos inquietan al afirmar que aprueban nuestra filosofía general. Y bien, ¿cuál es nuestra filosofía general?
Ahí yo me pierdo, ya que, como les digo, lo único que hemos hecho ha sido seguir a una voz surgida entre la niebla que conforma aquello que sabemos a ciencia cierta que no queremos.
Y ya que la palabra filosofía es palabra mayor y cosa muy seria, será mejor que calle yo y hable la segunda cabeza, que de todo esto sabe un rato.
D
Quizás, más que hablar de filosofía a la hora de escribir de gastronomía, conviene citar el bagaje de cada cual. En la buena cocina hay ciencia y poesía, álgebra y fuego, deseo y memoria, además de todo aquello que uno quiera meter en el saco. Sor Juana Inés de la Cruz descubrió en los fogones los secretos naturales y se lamentó de que Aristóteles no cocinara nunca. -“Si hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”, afirmó la inteligente monja, para quién la cocina era, sí, un espacio filosófico, metafísico e incluso místico.
A mi, uno de los libros que me llevó a los fogones fue “Las recetas de Pickwick”, de Luján. Allí había caviar, trufas, sopa juliana, aigobulido, sopa de cebolla, Vichyssoise, bullavesa, foie gras, trufas en ceniza, timbales de macarrones, cassoulet, lubina al hinojo, chateaubriand, steak a la pimienta, Patas de cerdo a la Sainte-Menehould, Osso Buco a la Milanesa, Liebre a la Royal, Ortolanes, Queso de brie, Camembert y Roquefort. Y estaban Escoffier, Montagné, Monselet, Dumas padre e hijo, Grimod, Brillat-Savarin, Careme, Rabelais, Montaigne, La Bruyère, Voltaire, Prosper Mérimée y Colette.
Desde aquí, como una válvula de olla exprés, que no deja de dar vueltas, fui de libro en libro, uno me llevó a otro, me enganché a esa puñeta de apagar la luz a las tantas de la madrugada.
Siguieron los Muro, José Castillo, Camba, Zola, Castroviejo y Busca Isusi, al que debemos, por cierto, el más rotundo final de recetario que jamás encontré:
“Todas las amas de casa tienen algún libro de cocina. Podrán emplear muchísimas fórmulas a los productos que decimos debemos comprar. La vida es realmente difícil, pero no la hagamos más difícil con nuestra incompetencia. A ayudarla, querida ama de casa, ha venido este libro que esperamos sea para beneficio suyo”.
Vasco asilvestrado, como nosotros.
Busqué refugio en recetarios comme il faut y tropecé con George Blanc, Pampille, Michel Guèrard, Picadillo, Pierre Gagnaire, Abraham García, Apicio, Bocuse, Sarah Dudley y Elizabeth O’Brien, las hermanas de Azcaray y Eguileor, Bardají y Edouard de Pomiane –al que por cierto, Julian Barnes en su “Perfeccionista en la cocina”, dedica el capítulo “El maestro de los diez minutos”, una diminuta obra maestra de observación perspicaz.
Después de recrearme con tanto guiso, tropecé con el “Festín en palabras” de Revel, un encuentro electrizante. Revel comenzó su carrera literaria cambiando su apellido, Ricard, por el de un chef del distrito 1 de París, propietario del restaurante Chez Revel. Buena declaración de intenciones. Él reafirmó mi fe en la buena literatura gastronómica y todavía hoy me hace obviar la desangelada prosa de nuestros historiadores locales de la alimentación, tan carentes de gracia a la hora de escribir sabroso. Encontré en su libro una hermosa aproximación a la buena cocina que no se esconde jamás y que reivindica con orgullo, su procedencia campesina, su conexión con el fuego, sin dejar de renovar o de enriquecer, al paso del tiempo, todo lo que toca.
“Lo difícil es reencontrar, detrás del aparato verbal de las cocinas de artificio, la cocina popular anónima, campesina o burguesa, que exige su punto y sus pequeños secretos, que evoluciona lenta y silenciosamente y donde no hay un inventor particular. ES esta cocina media, el arte gastronómico de las profundidades, la que explica que en unos países, se `coma bien` y, en otros, se `coma mal`”.
A toda esta gente la llevé en mi mochila en mi particular periplo por cocinas pomposas y comedores de guarro malecón. Y hubo un momento, que no logro ubicar en el tiempo, en el que tuve la misión divina de empezar a poner por escrito todo aquello que hacía, guisaba o mi mente me sugería.
Me empaché de cocina y como un personaje de mi propia novela que es mi vida, presto hoy más atención a lo escrito que a la propia pirueta gastronómica. Y el panorama es bastante desolador, para qué nos vamos a engañar.
Hoy, mis queridos libros, cuanto más grandes y más ilustrados son, peor me saben. Le dan ganas a uno de meterse en la cama sin cenar.
Haré una última reflexión en torno a Julian Barnes, ese genial escritor inglés antes mentado. Autor de “El perfeccionista en la cocina”, una paja en el ojo de la literatura gastronómica actual. Una rara avis.
Hoy, la edición contemporánea está más preocupada en el derroche de medios de la propia edición que en la enjundia de los mismos. De ahí que Barnes ironice con cuestiones contenidas en este tipo de libros huecos, que tanto abundan, y que no conducen más que a la frustración del propio lector. ¿Cómo de grande es una cebolla mediana? ¿Qué significa fuego medio? ¿Cuánto cabe en una pizca? Todo son esforzados intentos en la cocina, dice Barnes, para terminar maldiciendo los recetarios profusamente ilustrados que no coinciden con el despachurrado suflé que uno sólo es capaz de hacer.
Hacer literatura de la buena con esas pequeñas cosas que pasan desapercibidas.
Fíjense ustedes.
Parece que al escritor gastronómico de turno sólo le interesan ciertos verbos, comer y beber. ¿Y escribir? Esto es lo único que nos ha preocupado verdaderamente en PORCA MEMORIA.
Efectivamente, no es necesaria una propuesta culinaria de calidad para escribir con hermosura.
Prueba de ello son “Eat this book”, de Ryan Nerz y “Horsemen of the esofagus”, de Jason Fagone. Estos dos autores forman parte del jurado de la Federación Internacional de Comilones Competitivos y cuentan en clave literaria, las aventuras de David Coondog, campeón del torneo de salchichones de Ohio, de Tim Janus, campeón del mundo de comedores de Tiramisú –obviaré la cantidad de pastel para no quitarles a ustedes las ganas de cenar esta noche-, o de Hill Simmons, un camionero de Nueva Jersey de 176 kilos de peso, campeón de la copa Ala, una especie de Premio Nadal de la jamada, que consiste en competir por comerse la mayor cantidad posible de alas de pollo estilo Buffalo.
O ese otro escritor anglosajón, Stefan Gates, preocupado por hilar como es debido sujeto y predicado, que nos cuenta en “El Gastronauta”, cómo dorar en la sartén un gusanito cheeto barbacoa u obtener posibilidades gastronómicas de la cera y de las uñas cortadas de los pies; Fue apartando durante semanas sus uñas cortadas en una cajita de cerillas y luego, utilizando el ancestral mortero, las molió y convirtió en un crujiente polvo que metió en un pastel. ¿Los resultados? Muy alentadores:
“Tuve un asomo de asco al morder algunos de los pedazos de uña más hermosos y el vago sabor de un pastel centroeuropeo, pero aparte de eso, el experimento culinario no sirvió de mucho”, escribe. “Les recomiendo, dice el autor, que no lo intenten”.
Otros títulos como “Two for de road”, de Jane y Michael Stern, son un claro ejemplo de honestidad hilada con escritura de la fina. ¿Es la comida misma, o la idea de la comida, lo que les gusta? Desde luego, no esconden un secreto a todas luces inaceptable entre nuestros resabiados escritores o críticos gastronómicos: a la señora Stern no le gusta el pescado ni la mayoría de especias, un obstáculo profesional que desaparece en cuanto aflora la buena literatura.
¿Qué más nos da? ¿Qué nos importa la historia, lo sucedido, la descripción de lo visto o lo comido, aquello que ingerido está y reposa en el fondo del estómago? ¿A quién importa que un gazpacho de melón merezca una calificación de 8 sobre 10, o que el apodo elegido para una sopa sea minimal, o que un sorbo de granizado de Campari sea sibarítico y pleno de manjarosidad?
Algunos deberían confesar a voz en grito sus defectos en la mesa, ya que son incapaces de hacerlo por escrito. Nosotros, en nuestro libro, que aquí hemos venido a presentarles, hemos intentado hacerlo preocupándonos de la forma, sabiendo que la batalla en las cuestiones del comer no conduce a ningún sitio y es asunto harto cansino. Tanto como quitarles la piel a dos cubos llenos de habas tiernas. Que las monde Bartolo.
Nosotros, a lo nuestro.
Y para terminar, cedo la palabra a mi socio, que finalizará esta exposición, seguro, lanzando un buen párrafo, afilado y punzante como un estilete de mechar carne.
Como si lo hubiera parido.
H
Ha sido un verdadero problema conseguir que David cite aquí solamente los autores que ha citado. Al preparar ambos esta conferencia, me lo encontré con una tonelada de libros amados sobre su mesa de cocina. “Todos estos”, me decía, “quiero meter todos estos libros en la conferencia”. Se darán ustedes cuenta de que están en deuda infinita conmigo, que les he librado de una buena.
Al fin y al cabo, para dar a entender lo que juntos hemos perpretado, no hacían falta tantas gaitas, aunque, lo reconozco, la charla queda así más crecida y apañadita. Pero en el fondo bastaba con resumirles que para hacer buena literatura gastronómica, hay que hacer, sobre todo, buena literatura. Que el resto es lo de menos, aunque lo suyo cuenta. No son lo mismo, ni pesan igual en el recuerdo, un bocadillo de mortadela que unas almejas llameantes a la cataplana. Pero, creánme, servir, sirven ambas si a escribir se acierta.
No se dejen despistar por la cita de grandes platos, mesas y cocineros. Observen si el oropel desarrollado es superfluo. Aprecien si la prosa está justificada y les conmueve, pues el resto es pura falacia.
Tampoco se dejen llevar por el lujo editorial al que acostumbran los libros de esta especie. No forzosamente las fotos más hermosas, o la maquetación más extravagante, han de llevar el texto más feliz. Sobre todo desconfíen de los libros que tratan al texto como mero adorno, o lo imprimen en pequeños caracteres de color plata que no se alcanzan a leer sin gafas de lupa. Cuando un texto se escribe con verdad, se escribe con tinta negra, de la de siempre, y se escribe para que alguien lo lea con deleite. No lo pongan en duda.
Y acabamos ya. Para convercer a David de que no debía cometer el crimen que se proponía, tuve que repertirle un millón de veces que sólo disponíamos de un ratito ante ustedes, que no hace falta aburrir ni desesperar a nadie y que lo más interesante, sin duda, será el turno de preguntas que viene a continuación, es decir, ahora.
Nada, no hubo manera. Siguió erre que erre hasta que se nos ocurrió una idea: hagamos un regalo a la audiencia, pondremos en un listado todos esos libros, autores y citas que no te caben en la conferencia, imprimiremos unas copias bien bonitas y se las daremos en propia mano. Seguro que te alivia del desconsuelo de que no hayan leído todos esos libros que tú sí.
¡Eureka! La cosa ha funcionado, David ha elaborado un documento que ha titulado modestamente LIBROS DE RECOMENDADA LECTURA, y no parece tan apesadumbrado por ello. En realidad quería haberlo titulado LIBROS DE OBLIGADA LECTURA, pero se ha comedido. Así que venimos con regalos que ahora mismo pondrán a su disposición. Pásense los papeles, por favor.
Y antes de pasar al turno de preguntas, permitanme decirles que David y yo, cuando hablamos de nuestro libro, nos confesamos en la intimidad una cuestión que es en el fondo inconfesable: a pesar del tema gastronómico, hemos escrito un best-seller magnífico; qué pena que nadie se haya dado cuenta todavía.
Muchísimas gracias.
H
Señoras y señores,
Acostumbro a iniciar todas mis exposiciones con una afirmación que nadie cree: nací con dos cabezas. Aunque creo que hoy será mejor alterar los hábitos y comenzar preguntando si es que alguien ha leído nuestro libro PORCA MEMORIA, una perla mayor en la literatura gastronómica escrita en español.
— ¿Alguno de ustedes ha leído por casualidad nuestro libro?
— (….)
— No se preocupen, no son los únicos que no lo han leído. Así que vuelvo a la historia de mis dos cabezas.
Lo supe a través de mi tía Carmen, que acostumbraba a decir que todos los niños nacían normales y que era más tarde cuando se hacían anormales del todo, “aunque tú, querido sobrino —solía decir—, eres la excepción, pues tú sí, tú naciste anormal”.
Como comprenderán, lo que decía mi tía era una cosa que me inquietaba de sobremanera, pero no conseguía llevarla más allá. No decía en qué se basaba para decirme la barbaridad que me decía hasta un día en que, en una celebración familiar, me puse a su lado y llené infinitas veces su copa de champagne: “Naciste con dos cabezas. Una es ésta que llevas sobre los hombros, pero tenías otra que te extirparon”.
Si antes estaba apesadumbrado, figúrense ustedes como quedé después de oír lo que había oído. Me dirigí inquieto hacia mi madre, pero ella no recordaba nada. Me dijo que no hiciera caso a mi tía Carmen, que ya sabía cómo se ponía cada vez que sacábamos buen champagne. Claro, todo el mundo sabe que los hijos siempre somos hermosos y listos a los ojos de una madre, y eso será sin duda, lo que hizo borrar de la mente de mi madre aquel sucedido tan desagradable.
Así que acudí adonde el médico Don Valentín, que fue quien asistió en el parto a mi madre: “Pues claro que naciste con dos cabezas, chaval —me dijo—, la segunda te la tuve que quitar yo mismo”. Por lo visto esa segunda cabeza era un bolsa enorme, más grande que la propia cabeza, llena de un líquido sanguinolento.
Y así pasaron los días y los años, hasta que, por fin conseguí publicar un libro de relatos. También en aquella ocasión había champagne y también estaba allí, desgraciadamente, mi tía Carmen. Me dijo: “Querido sobrino, me he enterado que ahora eres escritor. Eso es imposible, pues todo lo bueno que traías te lo quitaron al extirparte aquella otra cabeza. Allí se fue todo lo que de valor había”.
Se pueden figurar mi estado de ánimo, pues además, en ciertos círculos, mi tía Carmen, que era en realidad pescadera, gozaba de crédito como adivina. Desde entonces hasta estos días he escrito una quincena de libros, pero a sabiendas de que no soy capaz, ni puedo serlo, de escribir algo magnífico.
Así que he notado siempre la ausencia de aquella otra cabeza, y aunque he cosechado algún que otro éxito de lectores en el pequeño mundo de la literatura en euskara, sabía que era un hombre y un escritor incompleto hasta que me encontré hace ya muchos años con David de Jorge, este señor que está a mi lado. Claro que junto a su cabeza, también vino su cuerpo, aunque de eso no hablaremos porque es harina de otro costal.
Cuando lo vi tan voraz a la hora de leer y a la hora de comer, tan puesto en lo suyo, concluí que, aunque un poco asilvestrado, era la que él tenía esa segunda cabeza que yo necesitaba, sobre todo a la hora de escribir un libro en mi otra lengua, en castellano, y de tema gastronómico, además.
Y así hicimos una sociedad que se llama BIKOTE, que es como en vascuence se dice a dos personas que se hacen uno, logrando que un escritor como yo se meta a cocinero y que un cocinero como él se meta a escritor. El resultado es PORCA MEMORIA, un libro del que, por lo que dicen, pocos de ustedes han podido gozar hasta el momento.
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En algunas ocasiones había solicitado yo a Etxebe, es decir a Hasier Etxeberria —que es este señor monotestal que está a mi lado—, alguna que otra colaboración para libros que en nuestra editorial Gourmandia publicamos. Le requería, sobre todo, textos formales para introducción a libros de grandes cocineros. Y, efectivamente, yo no sé si por el asunto de su anormalidad o qué, lo que él escribía nunca resultaba ser del todo formal. Así que me dije, aquí hay que hacer algo, y tomé cartas en el asunto en plan Cáritas Diocesana.
Él, me había propuesto escribir juntos un recetario para nosotros mismos, y evitar así esas llamadas que te preguntan cuántos minutos hay que tener en la plancha unas cigalas, o cómo coño se debe asar un cabrito. Hicimos un libro de recetas que se llama A COCINAR, un libro de notable éxito que también se editó, posteriormente en francés y en euskara, por supuesto.
Pero yo quería más.
Siempre había sentido curiosidad por una cita de Martín Amis que Hasier tiene colgando junto a su ordenador. Dice más o menos así:
“Cuando uno está ultimando una novela, está instalado en la realidad de la ficción, no en la de la vida cotidiana. Mientras dura esa preocupación intensa se está ausente de `la vida real´. En casos como el mío, se es un sustituto de padre, un sustituto de marido. Para los escritores la vida no es suficientemente interesante, necesitamos un mundo paralelo. Es triste, lo siento, pero es la verdad. Se lo pueden preguntar a mi mujer”.
Yo quería saborear ese mundo paralelo de los escritores, sentirme arrastrado por la escritura. Etxebe me había hablado alguna vez de “la voz, hay que pillar la voz”, pero yo no tenía ni idea de qué iba eso. Así que lo tentaba una y otra vez con escribir juntos un libro de gastronomía. Y él, tozudo como nadie, se negaba y se negaba.
Urdí una trampa, le invite a comer una y mil veces para hablar de comida y de literatura, pero, sobre todo, le di a leer un libro de otro monstruo llamado Anthony Bourdain, un cocinero neoyorquino que escribe libros de cocina como si de thrillers se trataran. CONFESIONES DE UN CHEF.
Y Etxebe picó, vaya que si picó. Y cómo.
Nada más terminar el libro que yo le había dado, recibí un mail que se titulaba, A QUE NO HAY HUEVOS donde adjuntado venía un primer capítulo de un artefacto que no se sabía muy bien qué era, pues trataba, efectivamente de comida, pero no era algo al uso. Era un texto de memoria, de recuerdo festivo, que atrapaba no sólo gastronomía, sino también trozos propios de la vida.
Y así empezamos, un capítulo él y a continuación yo otro. “La voz, hay que pillar la voz”, me decía una y otra vez, y yo me preguntaba de qué diablos estaba hablando.
En los textos que hoy se escriben de gastronomía, en los que se explayan los críticos que nos han tocado en suerte, no acabo de encontrar aquella música que antaño tenían los escritos de Luján, de la Serna, los hermanos Domingo, Cunqueiro, de la Reynière, Muro, Perucho, Chirbes, Pla, Camba, o tantos otros. ¡Ay! Si pidiéramos hoy a un escritor gastronómico que recordase su bagaje literario: me temo que quedaría reducido a los cuentos de Calleja o a las colecciones del Reader’s Digest.
Así empezaba Curnonsky una crónica de prensa de hace ya muchos años:
“Cuando uno viaja por Francia, quisiera pararse en todas partes. Esta noche sopla el sudeste en las costas bretonas, haciendo chirriar y gemir, bajo mi ventana, el letrero colgado sobre la puerta de mi hostelería. Y como un leve perfume es suficiente para evocar todo un pasado olvidado, ese ruido monótono suscita en mí un tropel de recuerdos, anécdotas y comentarios. Estoy en China y vuelvo a ver los preciosos letreros que se balancean en las calles de Canton, de Fucheu, de Sanghai…”.
Quién pudiera tropezar más a menudo con estas perlas.
El escritor gastronómico de hoy, salvo honrosas excepciones, se dedica a intentar definir la cocina, a desmembrarla, a escribir psycho-sesudos postulados. Lo único que le preocupa es abanderar la modernidad, erigirse en defensor de una u otra tendencia. Enjuiciar el trabajo del prójimo. Sólo importa el “qué” y no el “cómo” contarlo. Vaya plaga.
Les pongo un ejemplo recientemente editado, soso, horrorosamente descriptivo e infumable, peor que el pan de las gasolineras:
“Menú muy potente, de sabores otoñales, que se abre en tres pequeñas tapas: una copa de almendras saladas con tandori masala, sin mayor interés; un lomo de merluza en salazón y escabeche suave, agradable; y el tradicional bocata de calamares, pasable. Sigue un asadillo de berenjena, amanita cesárea y helado de crema agria (la berenjena está bien, pero se come todos los demás sabores y el helado no aporta nada aunque está muy bueno¿?); una royal de gigot de cordero, berros y queso de Cádiz (muy rico); sardinas “a fuego” con olivada y escarola salteada (también excelente); crema de patata con pescado y marisco (estéticamente muy bonito y agradable sin más).
En el segundo bloque, lentejas pardinas guisadas con panceta ibérica y sepioneta (muy bien); paloma torcaz rellena de gamba roja y foie con cremoso de maíz (muy bien pero estropeado por un exceso de vainilla) y guiso de ternera estofada al minuto.
Como prepostre, un helado de membrillo con virutas de queso (estupendo). Y luego nieve de frutos rojos con lichies y flores (decepción); bizcocho de miel y almendras y un crujiente de caramelo, galleta y chocolate (bastante bien).
En resumen (-¿se puede resumir peor?, apunto yo), un menú que con el de verano devuelve a La Broche a sus mejores momentos.
Es imposible decir menos cosas con más palabras.
Pero sigamos explicando cómo fue el mecanismo de escritura de PORCA MEMORIA. En una especie de decálogo que nos hicimos para el buen funcionamiento, rehusamos hablar de lo superfluo. Decidimos contar la verdad que el hecho gastronómico, sea este el que fuera, había dejado en nosotros. Yo como cocinero, y él como escritor y periodista de televisión que había tratado con los más grandes de su tiempo.
Pero aún así, no lo teníamos todo con nosotros, pues siempre hemos sabido que queríamos hacer literatura y que sólo la misma literatura nos podía salvar, no el hecho gastronómico. La famosa voz es lo que debíamos pillar, y vaya que si la pillamos: recuerdo aquel tiempo de escribir como uno de los más intensos de mi vida. Yo le enviaba un capítulo y esperaba inquieto su llamada, él me enviaba a mi el siguiente, y lo mismo. Como dos yonkis.
Por fin pude entender de qué hablaba Martín Amis en su cita, pues en el tiempo que duró la escritura, la vida y los negocios pasaron a constituir una realidad menor, como de segundo plano. Mi vida se jugaba verdaderamente en la escritura de aquel libro, y la voz, la dichosa voz, era lo que en mí mandaba. Es más, todo lo demás me importaba un carajo.
H
Por lo que han oído, no vayan ahora a pensar que somos unos antiguos y que sentimos añoranza de tiempos pasados. Nada de eso, somos unos chicos muy actuales. En nuestras andanzas que describimos, hay referencias al tiempo político, a aquella España de Transición, a la música que oímos, a nuestros escritores y artistas favoritos. Todo sirve para la recreación del contar en ritmo frenético. Se trata de principalmente de un libro de memoria recreada, cuyo ingrediente principal es aquel que rodea al hecho de cocinar y de comer.
La forma es la cuestión, la famosa voz. Es ella la que manda. Hemos escrito en un estado de comunión perfecta, donde David cuenta su experiencia como cocinero y como comilón. Cuenta cómo se vive a lado de los grandes maestros de la cocina y cómo es esa vocación para un oficio tan fatigoso. En algunos capítulos escritos de su mano, ustedes sudarán del calor que dan los fogones y en otros cogerán empachos de suculencias varias. En los míos, más templados, podrán leer cómo son las cosas bajo el prisma de un turista accidental de la gastronomía, un turista supuestamente atento.
Y bien, ¿cuál es el feed-back, la respuesta que nuestro libro ha generado?
Hay que decir, primeramente, que desconocemos las ventas, pues aún no ha transcurrido un año y estamos sin balance, aunque sospechamos que no dará para un chalet. Eso sí, hemos recibido más de una cincuentena de mails elogiosos. En mi caso, como nunca con anteriores libros. Grandes cocineros, los más grandes, nos han llamado para felicitarnos. Incluso uno muy estrellado, nos dijo, “es el mejor libro que he leído en vida”, a lo que respondimos, que será porque ha leído nada o muy poco.
Pero intuimos que no hemos llegado a donde debiéramos. Que los que nos han leído pertenecen básicamente al gremio de la hostelería, por así decirlo. Que los lectores de literatura, no han acudido a nuestro libro, asustados, quizás, por un tema que consideran ajeno. Repito que se equivocan, que nuestro libro es, básicamente, un ejercicio de literatura, si me lo permiten, bastante conseguido.
¿Y la crítica, que es lo que ha dicho? Más o menos ha sucedido lo mismo. La crítica literaria no ha acudido, y la gastronómica tiene un despiste general, de bastante consideración. Su postura podemos dividirla en dos tipos.
La primera de ellas, ejercida por los típicos críticos al uso, más bebilones que comilones, se enfada con nosotros por la poca enjundia del suceso gastronómico que narramos. Por lo visto no consideran acertado hablar de lo que un trozo de pan bueno sugiere. Parece que resulta obligado hablar de minimalismo, deconstrucción o de branquias de erizo bañadas en su propia espuma. Lo que sirve y está en boga, por lo visto, es un listado de exquisiteces dudosas, de esas que atraen snobs como moscas. Claro está que también a estos críticos dolerá ver a dos chichinabos como nosotros, con ínfulas de escritor, metidos a competencia. Todo hay que decirlo. Porque haberlos haylos, críticos que más que escritores frustrados, son críticos frustrados, que diría aquel.
En la segunda vía, tenemos a los críticos que han alabado nuestra famosa voz. La consideran nueva y revulsiva en un panorama desolado, aburguesado y, sobre todo, fatuo. Pero también nos inquietan al afirmar que aprueban nuestra filosofía general. Y bien, ¿cuál es nuestra filosofía general?
Ahí yo me pierdo, ya que, como les digo, lo único que hemos hecho ha sido seguir a una voz surgida entre la niebla que conforma aquello que sabemos a ciencia cierta que no queremos.
Y ya que la palabra filosofía es palabra mayor y cosa muy seria, será mejor que calle yo y hable la segunda cabeza, que de todo esto sabe un rato.
D
Quizás, más que hablar de filosofía a la hora de escribir de gastronomía, conviene citar el bagaje de cada cual. En la buena cocina hay ciencia y poesía, álgebra y fuego, deseo y memoria, además de todo aquello que uno quiera meter en el saco. Sor Juana Inés de la Cruz descubrió en los fogones los secretos naturales y se lamentó de que Aristóteles no cocinara nunca. -“Si hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”, afirmó la inteligente monja, para quién la cocina era, sí, un espacio filosófico, metafísico e incluso místico.
A mi, uno de los libros que me llevó a los fogones fue “Las recetas de Pickwick”, de Luján. Allí había caviar, trufas, sopa juliana, aigobulido, sopa de cebolla, Vichyssoise, bullavesa, foie gras, trufas en ceniza, timbales de macarrones, cassoulet, lubina al hinojo, chateaubriand, steak a la pimienta, Patas de cerdo a la Sainte-Menehould, Osso Buco a la Milanesa, Liebre a la Royal, Ortolanes, Queso de brie, Camembert y Roquefort. Y estaban Escoffier, Montagné, Monselet, Dumas padre e hijo, Grimod, Brillat-Savarin, Careme, Rabelais, Montaigne, La Bruyère, Voltaire, Prosper Mérimée y Colette.
Desde aquí, como una válvula de olla exprés, que no deja de dar vueltas, fui de libro en libro, uno me llevó a otro, me enganché a esa puñeta de apagar la luz a las tantas de la madrugada.
Siguieron los Muro, José Castillo, Camba, Zola, Castroviejo y Busca Isusi, al que debemos, por cierto, el más rotundo final de recetario que jamás encontré:
“Todas las amas de casa tienen algún libro de cocina. Podrán emplear muchísimas fórmulas a los productos que decimos debemos comprar. La vida es realmente difícil, pero no la hagamos más difícil con nuestra incompetencia. A ayudarla, querida ama de casa, ha venido este libro que esperamos sea para beneficio suyo”.
Vasco asilvestrado, como nosotros.
Busqué refugio en recetarios comme il faut y tropecé con George Blanc, Pampille, Michel Guèrard, Picadillo, Pierre Gagnaire, Abraham García, Apicio, Bocuse, Sarah Dudley y Elizabeth O’Brien, las hermanas de Azcaray y Eguileor, Bardají y Edouard de Pomiane –al que por cierto, Julian Barnes en su “Perfeccionista en la cocina”, dedica el capítulo “El maestro de los diez minutos”, una diminuta obra maestra de observación perspicaz.
Después de recrearme con tanto guiso, tropecé con el “Festín en palabras” de Revel, un encuentro electrizante. Revel comenzó su carrera literaria cambiando su apellido, Ricard, por el de un chef del distrito 1 de París, propietario del restaurante Chez Revel. Buena declaración de intenciones. Él reafirmó mi fe en la buena literatura gastronómica y todavía hoy me hace obviar la desangelada prosa de nuestros historiadores locales de la alimentación, tan carentes de gracia a la hora de escribir sabroso. Encontré en su libro una hermosa aproximación a la buena cocina que no se esconde jamás y que reivindica con orgullo, su procedencia campesina, su conexión con el fuego, sin dejar de renovar o de enriquecer, al paso del tiempo, todo lo que toca.
“Lo difícil es reencontrar, detrás del aparato verbal de las cocinas de artificio, la cocina popular anónima, campesina o burguesa, que exige su punto y sus pequeños secretos, que evoluciona lenta y silenciosamente y donde no hay un inventor particular. ES esta cocina media, el arte gastronómico de las profundidades, la que explica que en unos países, se `coma bien` y, en otros, se `coma mal`”.
A toda esta gente la llevé en mi mochila en mi particular periplo por cocinas pomposas y comedores de guarro malecón. Y hubo un momento, que no logro ubicar en el tiempo, en el que tuve la misión divina de empezar a poner por escrito todo aquello que hacía, guisaba o mi mente me sugería.
Me empaché de cocina y como un personaje de mi propia novela que es mi vida, presto hoy más atención a lo escrito que a la propia pirueta gastronómica. Y el panorama es bastante desolador, para qué nos vamos a engañar.
Hoy, mis queridos libros, cuanto más grandes y más ilustrados son, peor me saben. Le dan ganas a uno de meterse en la cama sin cenar.
Haré una última reflexión en torno a Julian Barnes, ese genial escritor inglés antes mentado. Autor de “El perfeccionista en la cocina”, una paja en el ojo de la literatura gastronómica actual. Una rara avis.
Hoy, la edición contemporánea está más preocupada en el derroche de medios de la propia edición que en la enjundia de los mismos. De ahí que Barnes ironice con cuestiones contenidas en este tipo de libros huecos, que tanto abundan, y que no conducen más que a la frustración del propio lector. ¿Cómo de grande es una cebolla mediana? ¿Qué significa fuego medio? ¿Cuánto cabe en una pizca? Todo son esforzados intentos en la cocina, dice Barnes, para terminar maldiciendo los recetarios profusamente ilustrados que no coinciden con el despachurrado suflé que uno sólo es capaz de hacer.
Hacer literatura de la buena con esas pequeñas cosas que pasan desapercibidas.
Fíjense ustedes.
Parece que al escritor gastronómico de turno sólo le interesan ciertos verbos, comer y beber. ¿Y escribir? Esto es lo único que nos ha preocupado verdaderamente en PORCA MEMORIA.
Efectivamente, no es necesaria una propuesta culinaria de calidad para escribir con hermosura.
Prueba de ello son “Eat this book”, de Ryan Nerz y “Horsemen of the esofagus”, de Jason Fagone. Estos dos autores forman parte del jurado de la Federación Internacional de Comilones Competitivos y cuentan en clave literaria, las aventuras de David Coondog, campeón del torneo de salchichones de Ohio, de Tim Janus, campeón del mundo de comedores de Tiramisú –obviaré la cantidad de pastel para no quitarles a ustedes las ganas de cenar esta noche-, o de Hill Simmons, un camionero de Nueva Jersey de 176 kilos de peso, campeón de la copa Ala, una especie de Premio Nadal de la jamada, que consiste en competir por comerse la mayor cantidad posible de alas de pollo estilo Buffalo.
O ese otro escritor anglosajón, Stefan Gates, preocupado por hilar como es debido sujeto y predicado, que nos cuenta en “El Gastronauta”, cómo dorar en la sartén un gusanito cheeto barbacoa u obtener posibilidades gastronómicas de la cera y de las uñas cortadas de los pies; Fue apartando durante semanas sus uñas cortadas en una cajita de cerillas y luego, utilizando el ancestral mortero, las molió y convirtió en un crujiente polvo que metió en un pastel. ¿Los resultados? Muy alentadores:
“Tuve un asomo de asco al morder algunos de los pedazos de uña más hermosos y el vago sabor de un pastel centroeuropeo, pero aparte de eso, el experimento culinario no sirvió de mucho”, escribe. “Les recomiendo, dice el autor, que no lo intenten”.
Otros títulos como “Two for de road”, de Jane y Michael Stern, son un claro ejemplo de honestidad hilada con escritura de la fina. ¿Es la comida misma, o la idea de la comida, lo que les gusta? Desde luego, no esconden un secreto a todas luces inaceptable entre nuestros resabiados escritores o críticos gastronómicos: a la señora Stern no le gusta el pescado ni la mayoría de especias, un obstáculo profesional que desaparece en cuanto aflora la buena literatura.
¿Qué más nos da? ¿Qué nos importa la historia, lo sucedido, la descripción de lo visto o lo comido, aquello que ingerido está y reposa en el fondo del estómago? ¿A quién importa que un gazpacho de melón merezca una calificación de 8 sobre 10, o que el apodo elegido para una sopa sea minimal, o que un sorbo de granizado de Campari sea sibarítico y pleno de manjarosidad?
Algunos deberían confesar a voz en grito sus defectos en la mesa, ya que son incapaces de hacerlo por escrito. Nosotros, en nuestro libro, que aquí hemos venido a presentarles, hemos intentado hacerlo preocupándonos de la forma, sabiendo que la batalla en las cuestiones del comer no conduce a ningún sitio y es asunto harto cansino. Tanto como quitarles la piel a dos cubos llenos de habas tiernas. Que las monde Bartolo.
Nosotros, a lo nuestro.
Y para terminar, cedo la palabra a mi socio, que finalizará esta exposición, seguro, lanzando un buen párrafo, afilado y punzante como un estilete de mechar carne.
Como si lo hubiera parido.
H
Ha sido un verdadero problema conseguir que David cite aquí solamente los autores que ha citado. Al preparar ambos esta conferencia, me lo encontré con una tonelada de libros amados sobre su mesa de cocina. “Todos estos”, me decía, “quiero meter todos estos libros en la conferencia”. Se darán ustedes cuenta de que están en deuda infinita conmigo, que les he librado de una buena.
Al fin y al cabo, para dar a entender lo que juntos hemos perpretado, no hacían falta tantas gaitas, aunque, lo reconozco, la charla queda así más crecida y apañadita. Pero en el fondo bastaba con resumirles que para hacer buena literatura gastronómica, hay que hacer, sobre todo, buena literatura. Que el resto es lo de menos, aunque lo suyo cuenta. No son lo mismo, ni pesan igual en el recuerdo, un bocadillo de mortadela que unas almejas llameantes a la cataplana. Pero, creánme, servir, sirven ambas si a escribir se acierta.
No se dejen despistar por la cita de grandes platos, mesas y cocineros. Observen si el oropel desarrollado es superfluo. Aprecien si la prosa está justificada y les conmueve, pues el resto es pura falacia.
Tampoco se dejen llevar por el lujo editorial al que acostumbran los libros de esta especie. No forzosamente las fotos más hermosas, o la maquetación más extravagante, han de llevar el texto más feliz. Sobre todo desconfíen de los libros que tratan al texto como mero adorno, o lo imprimen en pequeños caracteres de color plata que no se alcanzan a leer sin gafas de lupa. Cuando un texto se escribe con verdad, se escribe con tinta negra, de la de siempre, y se escribe para que alguien lo lea con deleite. No lo pongan en duda.
Y acabamos ya. Para convercer a David de que no debía cometer el crimen que se proponía, tuve que repertirle un millón de veces que sólo disponíamos de un ratito ante ustedes, que no hace falta aburrir ni desesperar a nadie y que lo más interesante, sin duda, será el turno de preguntas que viene a continuación, es decir, ahora.
Nada, no hubo manera. Siguió erre que erre hasta que se nos ocurrió una idea: hagamos un regalo a la audiencia, pondremos en un listado todos esos libros, autores y citas que no te caben en la conferencia, imprimiremos unas copias bien bonitas y se las daremos en propia mano. Seguro que te alivia del desconsuelo de que no hayan leído todos esos libros que tú sí.
¡Eureka! La cosa ha funcionado, David ha elaborado un documento que ha titulado modestamente LIBROS DE RECOMENDADA LECTURA, y no parece tan apesadumbrado por ello. En realidad quería haberlo titulado LIBROS DE OBLIGADA LECTURA, pero se ha comedido. Así que venimos con regalos que ahora mismo pondrán a su disposición. Pásense los papeles, por favor.
Y antes de pasar al turno de preguntas, permitanme decirles que David y yo, cuando hablamos de nuestro libro, nos confesamos en la intimidad una cuestión que es en el fondo inconfesable: a pesar del tema gastronómico, hemos escrito un best-seller magnífico; qué pena que nadie se haya dado cuenta todavía.
Muchísimas gracias.
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