Relatu de Donato Ndongo-Bidyogo, publicáu orixinalmente en "Papeles de Son Armadans", Palma de Mallorca, nº CCXL, ochobre de 1973.
Soy joven. Apenas se han cumplido los ¿veinticinco? años de la circuncisión. Si yo me preguntara qué hago aquí, con el agua hasta el cuello, me llamaría el hombre más estúpido del mundo. Mi abuelo, el viejo Diallo, siempre tiene razón: «demasiado joven para saber tanto». Hace ¿veinticinco? años que fui circuncidado en una aldeúcha sin importancia, a orillas del Casamance. En ese río corrió mi sangre, en ese río aprendí a nadar. Aguas calientes, otras aguas, aguas como espejos, que reflejaban con toda nitidez los pechos erectos de las mozas del lugar. Desconozco exactamente la razón, ni siquiera recuerdo ya la época; lo cierto es que fui arrancado de mi aldeúcha para asistir a la escuela de Bignona. Allí pasé cuatro años, cuatro años de una vida cualquiera. Cuando pude aguantar los mosquitos y el hambre sin quejarme demasiado, cuando fui considerado un buen negro apto para el trabajo, fui transferido a un plantador blanco. Nosotros cultivábamos el arroz para el amo blanco. Nosotros cultivábamos un arroz que jamás catamos. Y volvieron a pasar los años, unos años en los que se acrecentaba en mi interior el deseo de evadirme, de escapar de la miseria. Yo quería casarme con la negra Traoré, más hermosa que la noche más oscura, mas yo no tenía las doce vacas que debía depositar para su dote. Doce vacas. Doce vacas que han sido mi perdición. Ya tenía cuatro vacas. Yo quería que ella se fiara de mí, que viera que yo trabajaba, que era capaz de cualquier cosa, de cualquier sacrificio por ella. Mi primo Tello había ido a Gambia a hacer fortuna, y volvió con veinte vacas y dos bueyes. El otro primo, Lamine, se había ido al país de los mandinga, allá al Norte, atravesando el río Senegal, y había regresado con una cosa a la que llamaba bicicleta y que decía que valía más que todas las vacas del mundo. Yo nunca quise creerle. ¿Qué puede valer en esta vida más que una vaca? Ellos emigraron y ellos perdieron la fe en el pueblo. Y el pueblo dejó de contar con ellos. El abuelo Diallo, que todavía recordaba haber visto navegar el barco encallado en la arena de la playa de Joal, en el país mandinga, les había dicho que ninguna mujer de las nuestras se casaría con ellos, por haber renegado de ellas y haberlas deshonrado persiguiendo a las blancas con la mirada. Yo había aprobado en mi interior la decisión del abuelo Diallo. ¿Cómo se puede comparar una bicicleta a una vaca? Las vacas son más difíciles de conseguir. Iba tardando ya demasiado tiempo en reunirías, y la muy negra Traoré me amenazaba con dejar de esperarme e irse con otro más diligente. Yo soy muy pobre, qué le voy a hacer, y el mismo día que fui a entregarle la quinta vaca me devolvió las otras cuatro. ¡Y tuve que pagarle las hierbas que habían comido las cuatro vacas! Entonces emigré. Empezaba a ver las ventajas de la bicicleta. Al menos, ella no come hierba. Y compré una. Trabajaba en unas plantaciones de cacahuetes, en el país mandinga. El amo era negro, tan negro como la luz del día. Yo prefería al blanco de los arrozales, pero el negro pagaba mejor, y en la gran ciudad las mozas ya no querían vacas, sino bicicletas, y a veces hasta nada. Cuando la muerte de mi madre volví a ver las orillas del Casamance. Y vi de nuevo a aquella chiquilla, que tres años antes ni siquiera habría mirado. Es la ley de la vida. Hubiera preferido casarme como lo hizo mi padre, no con bicicletas, o con nada. ¿Qué respeto te guardará una mujer por la que no has dado nada? Y una vez más, me vi envuelto en el lío de las vacas. Y emigré más lejos aún. Llegué hasta Dakar, la ciudad más grande que había visto. Cuando escribía a Dikate, le decía que viviríamos siempre allí, en uno de esos pisos que parecen colmenas, donde los hombres son abejas, pero en los que todo resulta mucho más cómodo. iClaro que Dikate tenía que aprender muchas cosas aún! Ni siquiera sabía ir en bicicleta. En Dakar se ganaba bien la vida, pero no lo suficiente deprisa. Yo no quería que Dikate me dejara, como lo había hecho la muy negra Traoré. Tenía que conseguir muy pronto las doce vacas. Si fracasaba esta vez, todos, allá en las orillas del Casamance, pensarían que no soy lo suficiente hombre para casarme, ¿Y qué vale la pena de esta vida si un hombre no es hombre? iLas malas compañías! El abuelo Diallo siempre me había prevenido contra ellas. Cuando emigré a Dakar, que era como ir al cielo o al infierno, pero muy lejos y para siempre, el abuelo Diallo me había dicho que esos sitios son como una mezcla de cielo e infierno. ¡Cuánta razón tenía el abuelo! El conocía muy bien a los hombres: había visto nacer a todos los varones de mi tribu, había visto llegar a los hombres blancos a bordo de aquel barco encallado en las arenas de Joal. Me apremiaba cada día más la negrísima Dikate. Y tuve que hacerlo. Una mala compañía me habló de un puerto, llamado Las Palmas, donde se podía sacar el equivalente a siete vacas en un año. No lo pensé mucho, esa es la verdad. Y tal como decía el abuelo Diallo, si no se piensa una vez, dos tampoco. Y, así, estuve dos años en Las Palmas, trabajando en el puerto más grande que había visto hasta entonces. Mucho más grande que el de St. Louis, mucho más grande que el de Dakar. Pero mis bolsillos no se agrandaban. Cierto es que cobraba bastante más que en el país mandinga, pero aquí, y no lo sé aún, se me escapaba el dinero de las manos. La primera culpa la tenía aquel sucio blanco que me obligaba a darle la mitad de lo que ganaba. Es verdad que él me había ayudado a cruzar el mar por la noche, en su barquichuela; es posible que, sin él, nunca hubiera llegado hasta aquí. Pero yo veía que era excesivo el precio que estaba-pagando sus servicios. La segunda culpa, aquella irresistible tentación de ir á frotármela con las blancas del puerto. Se me iba un dineral en ello, pero no podía dejar de hacerlo. Era superior a mi voluntad.Fue entonces cuando conocí a aquel mandinga limpio y perfumado, que nos propuso ganar mucho dinero, trasladándonos a Francia. Estábamos encantados con la idea. Y es que no hay nada como ser ignorante. ¿Cómo no se nos había ocurrido a nosotros mismos? Si Dikate supiera que iba a pasearme por la calles de París, que vería con mis ojos negros la Tour Eiffel, y que visitaría al presidente de la República, y que hablaría con Napoleón... ¡Eso valía más que todas las vacas del mundo! Le pagué al mandinga con todo lo que había ahorrado hasta entonces. Llegué a prometerle las cinco vacas que tenía a orillas del Casamance. Afortunadamente, él no comía carne de vaca. Nos trasladó en barco hasta Algeciras y en tren hasta Barcelona. Yo no puedo explicarte, negra Dikate, lo que son estos países de blancos. Cuando esté en París, cuando vea con mis ojos el Sena —que debe ser más grande que el Casamance—intentaré explicarte cómo es. Bueno. Nunca podrás hacerte una idea, por mucho que quieras, de lo grande, de lo luminosa, de lo... ¿qué se yo?, que es Barcelona. Dos días después de llegar, nos pusieron a trabajar en una gran carretera, lejos de la ciudad. En las horas de descanso, no podíamos ir todos juntos. Nos obligaban a pasear de dos en dos o de tres en tres. Según nos decía el mandinga limpio y perfumado, era por nuestro bien. En cuanto a los jornales, se los daban al mandinga. El lo administraba todo y nos daba una esmirriada ración para nuestros gastos. Yo no quiero contarte más. Pensando en las excelencias de París, había llegado a olvidar las vacas. ¿Qué es nuestro poblado comparado con el mundo entero? ¿Qué son doce vacas, si nada vale la pena después de todo? ¿Qué eres tú, sino mi perdición? ¿Volvería siquiera a verte? Seis meses pasamos en Barcelona. Dormíamos tres en una estrecha hamaca, hedorosa, que pinchaba las espaldas desnudas. No fuimos ni una sola vez a la ciudad. No pude frotármela con ninguna mujer del puerto. Casi casi, no podíamos hacer nada a voluntad. Nos llevaron en tren hasta la frontera. Allí nos dijo el mandinga que alguien se haría cargo de nosotros y que no nos abandonaría hasta pisar tierras francesas. El corazón me saltaba de gozo. Todas las miserias se resolverían unas horas después. Quizá, si encontraba trabajo, podría llamaros pronto a ti, a tus padres, a nuestros hermanos... El hombre ha venido esta noche. No puedes imaginarte el frío que teníamos todos. No sé si puedes hacerte una pequeña idea de lo que significa invierno. Nos acurrucábamos en la estación del ferrocarril, punto de cita, intentando comunicarnos algo de un calor inexistente. Por fin, cuando apareció, pudimos comer algo más que caldo en la cantina de la estación. Antes de emprender la marcha, bajo el pretexto de que no lo necesitaríamos ya, nos ha despojado de todo dinero español. A medio camino, entre bosques frondosos, a oscuras, casi a tientas, nos ha retirado los pasaportes. «Os los devolveré en Francia», nos ha dicho. Y hemos llegado al río. No sé cómo se llama, ni donde estoy. Imagino que debe ser la frontera franco-española. Amanecía. Estaba cansado. Hemos tenido que esperar alrededor de dos horas. Por fin unas lucecitas. Es la contraseña. Se ha acercado la barquichuela. Con el corazón encogido, conscientes de nuestra clandestinidad, íbamos remando. Ha sonado el ¡Alto! Casi al tiempo una detonación. La barca volcada. El agua helada, amor. Estoy congelado. Sé que no conseguiré llegar a cualquiera de las orillas. Noto que esto se acaba. No más vacas Mi' último recuerdo es para nuestras rotas ilusiones. No sé si oirás, allá en el otro río, el grito de mi muerte. Ya no creo demasiado en nuestros espíritus, pero rogaré al abuelo Diallo por ti. Yo... De repente, me desperté. Ella dormía junto a mí. Su semblante era risueño. Sus sueños no eran de la naturaleza de los míos. Sueños de blanca-Sentía el frío en los huesos. Sentía el atracón en la garganta. Sentía que iba a morir. Lenta, delicadamente, la desperté. Necesitaba estar seguro de que yo no había muerto, de que todo era un sueño. Ella me miró, extrañada.—¿Ahora? —me dijo.Era necesario que fuera entonces y sólo entonces.Yo volvía a la vida.
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